“Maldito, me abandonaste, maldito”, gritaba aquella mujer en plena madrugada mientras hundía sus pies descalzos en la fría arena. Llevaba un vestido hueso, que exaltaba sus curvas renacentistas, por debajo de las rodillas. Caminaba bordeando la ribera, por momentos también saltaba, hasta parecía bailar con movimientos a destiempo mientras a viva voz, con la impunidad que consentía la playa en soledad, lanzaba al viento primaveral aquel reproche. De repente, oyó un ruido y enmudeció. Escuchó el bramar de las olas a lo lejos y miró a su alrededor: la extensión de tierra arenosa iluminada por la inmensidad del cielo colmado de estrellas y por la tenue luz que provenía de algunos faroles de la calle costera y ella. Se agachó suavemente hasta clavar sus rodillas en la arena mojada. Recibió la espuma del mar como el cálido abrazo de un amigo, aunque la piel de gallina ya había poseído su cuerpo. Sólo una ola bastó para empapar sus piernas y hacerla llorar. Las lágrimas brotaban sin piedad y sonreía y reía. Cada vez que se asomaba una ola, se lavaba la cara. Así sus lágrimas y el agua salada se confundían cubriéndole el rostro. De pronto, comenzó a rasgarse el vestido hueso. Gritaba. Las olas la iban alejando de la tenue luz. Se desgarraba el vestido, se golpeaba el pecho y se hincaba las uñas en las tres cicatrices de su seno derecho. Ahora aquel reproche se mezclaba con los gemidos y los agudos gritos de dolor. Se rasguñó hasta ver que estaba ahí, que había sangre, que estaba viva. Entonces, detuvo sus manos. Con calma, tomó un papel de su corpiño y lo arrojó al aire. Trató de seguirlo con la vista, pero las lágrimas y el viento lo hicieron desaparecer en un abrir y cerrar de ojos. Empezó a caminar para encontrarlo, con firmeza, mientras se ahogaba en llanto y volvía a reír. El oleaje la golpeaba una y otra vez, pero ella resistía. Su torso pálido y semidesnudo brillaba en medio de la oscuridad. Ella avanzaba cada vez más lentamente, resistía…resistía. El bramar de las olas resurgía con más violencia en cada paso.
En la calle costera un vagabundo disfrutaba de la noche. Miró hacia la playa. No había nadie. Rápidamente, un papel mojado y borroso fue a parar a sus pies. Se leía:
“Morir como tú, Horacio, en tus cabales,
y así como en tus cuentos, no está mal;
un rayo a tiempo y se acabó la feria...
Allá dirán…
No se vive en la selva impunemente,
Ni cara al Paraná.
Bien por tu mano firme, gran Horacio…
Allá dirán.
´Nos hiere cada hora -queda escrito-,
Nos mata al final´.
Unos minutos menos… ¿quién te acusa?
Allá dirán.
Más pudre el miedo, Horacio, que la muerte
que a las espaldas va.
Bebiste bien, que luego sonreías...
Allá dirán”.*
El mendigo lo guardó entre sus harapos. Al otro día, los diarios informaban que la poeta Alfonsina Storni se había suicidado.
*Sabato, Ernesto. Alfonsina Storni: Antología Poética. Buenos Aires, Editorial Losada, 1998, pág. 258.
**Fue otorgado a este cuento el 2do Premio del Concurso Literario "Las Mujeres del Bicentenario", organizado por la Escuela Superior de Formación Docente N° 102, el 3 de noviembre de 2010. El jurado estuvo integrado por los profesores Guillermo García, Dietris Aguilar, Miriam Boyer y Ana María Abrea.
FOTOS: ALEJANDRA ARES OTERO Y ROCÍO TROYÓN.
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