lunes, 11 de marzo de 2013

------- Entrega VIII

Hola. Hola, Wally. ¿Qué pasó, bicho? ¿No vas al recital? Sí, sí, estoy en un teléfono público, quería escuchar tu voz un rato. Bueno, ¿pasó algo? ¿todo bien en el laburo? Todo igual por ahora, con un par de libros que voy a tener que ver este fin de semana, pero tranqui... ¿Vos, amor? Nada, sigo pensando lo del viaje. Ah, está bien. Sabés que me olvidé de contarte que el otro día me crucé a un hombre en el tren que me dio charla todo el viaje, macanudo... ¿Cuándo? Ayer, no, no, ayer me quedé de Adri, antes de ayer... Muy amable, me alcanzó el libro que se me había caído... es un desastre viajar así, vos sí que no te podés quejar. Tenés todo cerca, menos a mí. ¿Cuántas monedas pusiste? ¿Qué? En el teléfono... ¿Y eso a qué viene, Walter? ¿ Te molesta que te haya llamado otra vez? Porque parece que me querés cortar... No, te preguntaba nada más... Bueno, igual ya se está por cortar. Avisale a Lolo que no voy porque estoy acá. Sí, ya sabe, ya te conoce. Hablamos  mañana. ¡Dale! Te amo. Hasta mañana. Hasta mañana. Que descanses. 



A Walter pareció no importarle que había hablado con un extraño en el tren y si antes me sentía culpable, ahora la situación era más angustiante, porque evidentemente lo había llamado para decirle la verdad y terminé manipulando hábilmente la información ayudada por su falta absoluta de interés en el hombre macanudo, cuando lejos estaba ese rasgo de ser el quid de la cuestión. Todavía no entiendo si siempre tuvimos un problema de comunicación o el tiempo acrecentó nuestra intolerancia, pero había algo que cada vez se presentaba ante mis ojos con más claridad: ya no lo amaba o al menos comenzaba a odiar su confianza ciega en mí, su falta de sangre. Nunca me gustaron las personas frías, demasiado seguras de sí y ajenas a los celos. Con el tiempo, fui descubriendo que Walter encajaba de pies a cabeza en esa lista interminable de gente incomprensible e indeseable para mí.

lunes, 4 de marzo de 2013

------- Entrega VII

De pronto, una mano me acarició delicadamente la nuca y me puso la piel de gallina hasta los pies, interrumpiendo el cigarrillo que disfrutaba sentada en la plaza, una de las rutinas de mi hora de almuerzo. Me sobresalté, pero no llegué a darme vuelta cuando unas zapatillas desprolijas se asomaron por la derecha. Una sonrisa deliciosa me miró en silencio y yo permanecí en ese banco de material sin pronunciar palabra. Como en una nebulosa no podía saber quién era ese extraño parado frente a mí. La manos comenzaron a sudarme asquerosamente y el pucho a medio consumir parecía estar adherido a mi mano. Entonces, aparecimos abruptamente en un lugar desconocido. Parecían las ruinas de un antiguo palacio y yo estaba sentada en la cabecera de una mesa larga de madera, retraída en medio de un banquete monumental, mientras el vino añejo se chorreaba por las paredes como cataratas de sangre. El extraño parecía tener el rostro borrado, como esos efectos de televisión para proteger la identidad de los testigos, pero su risa era inconfundible. Era una risa aguda que sonaba aterradora a mis oídos. Entonces en el gran salón, donde hasta el momento sólo estábamos nosotros, se abrió una puerta de dos hojas de madera tallada y un desfile interminable de lobos y cuervos comenzaron a ocupar cada recoveco del lugar. Algunos se sentaban sobre la mesa, otros en las sillas alrededor de mí y estaban los que permanecían de pie simulando un baile de vals improvisado. Una vez consumidos los manjares del banquete, los invitados comenzaron a devorarme. Los lobos y los cuervos me iban desgarrando y despedazando la carne, mientras yo permanecía inmóvil observando desesperadamente pero sin resistencia mi propia consumición. El extraño tampoco parecía inmutarse. Poco a poco, el hombre de las zapatillas desprolijas se convertía en uno más, en un lobo mitad cuervo, y mientras me roía el corazón... 

-Saliiiiiiiiiiiiiiiiiii, desperté gritando bañada en sudor. 

-Boluda, ¿qué te pasa? 
Todavía no podía despegar los ojos cuando recordé que la noche anterior me había quedado a dormir en la casa de Adri. 
-Nada, nada, tuve una pesadilla. ¿Qué hora es?
-Mmm... a ver- dijo mientras se estiraba para encender el velador. Las 5. ¿Qué soñaste?
-Mañana te cuento.


A la mañana no recordaba ni la mitad de los detalles de la pesadilla, pero todavía tenía una extraña sensación en el cuerpo. Hacía años que no soñaba algo tan espantoso y con tanta claridad. La mala costumbre de analizar mis propios sueños me llevó a la conclusión de que lo que me estaba devorando era la culpa. Cuando se lo dije a Adri en medio del desayuno, no pudo parar de reírse y me sugirió que no se lo dijera a nadie porque me iban a tratar de loca. Esa misma noche, antes de ir al recital, le conté a Walter que había conocido a un extraño en el tren.