Con el tiempo aprendés que la pasión no es más fuerte e inquebrantable en el que grita más alto o en el que se sube al alambrado a hacer gestos obscenos. La pasión no es saberse de memoria cada una de las canciones, ni enumerar a los jugadores según su posición en el campo de juego. Hay algo que va mucho más allá y que no se contabiliza en la cantidad de puteadas al árbitro. La pasión es esa sensación inexplicable que se despierta cuando empezás a vestirte para ir a la cancha y pensás que una media con una pintita de otro color puede jugarte una mala pasada. La pasión te indica que si tirás el chicle antes de que termine el partido el club de tus amores puede perder, entonces mantenés la cábala y te arriesgás a una operación de mandíbula por un gol en ese momento. La pasión es el deseo caprichoso e irremediable de darlo todo afuera, aunque no dependa de vos lo que pase adentro. La pasión es eso que te lleva a mantener la esperanza viva hasta el último segundo, aunque las estadísticas y los escépticos se empeñen en convencerte de que ya estás en la B.
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