A veces son inenarrables las cosas que uno puede llegar a pronunciar y desear enajenado por esa pasión antiquísima que hoy llamamos fútbol. En mi caso siempre digo lo mismo: "Cortale las piernas". Y cuando ese instinto asesino, bárbaro - que sale de mi boca al ver que el oponente se aproxima al arco-, llega a mis oídos, en ese preciso momento aclaro, para mis adentros (como para evitar un castigo divino en caso de que exista eso que así llaman): "no literalmente".
Pero hoy no me importó el castigo celestial, la pierna del rival ni mi salvajismo a flor de piel. Hoy más que nunca necesitaba, quería, anhelaba que le corten la pierna a quien sea en esos últimos cuatro minutos adicionales, lo que fuera por una sonrisa, la sonrisa de mi viejo, esa que sólo Independiente logra robarle. Y no es una sonrisa de triunfo ni exitista, es una sonrisa de orgullo, de locura, de emoción desbordante, tal vez la misma que él vio en el rostro de su padre, de mi abuelo, ese que no conocí pero de quien tengo su sangre y su recuerdo en mis entrañas, cuando el Rojo ponía el alma en la cancha para dar vuelta un partido, el partido, una vez más.