lunes, 4 de marzo de 2013

------- Entrega VII

De pronto, una mano me acarició delicadamente la nuca y me puso la piel de gallina hasta los pies, interrumpiendo el cigarrillo que disfrutaba sentada en la plaza, una de las rutinas de mi hora de almuerzo. Me sobresalté, pero no llegué a darme vuelta cuando unas zapatillas desprolijas se asomaron por la derecha. Una sonrisa deliciosa me miró en silencio y yo permanecí en ese banco de material sin pronunciar palabra. Como en una nebulosa no podía saber quién era ese extraño parado frente a mí. La manos comenzaron a sudarme asquerosamente y el pucho a medio consumir parecía estar adherido a mi mano. Entonces, aparecimos abruptamente en un lugar desconocido. Parecían las ruinas de un antiguo palacio y yo estaba sentada en la cabecera de una mesa larga de madera, retraída en medio de un banquete monumental, mientras el vino añejo se chorreaba por las paredes como cataratas de sangre. El extraño parecía tener el rostro borrado, como esos efectos de televisión para proteger la identidad de los testigos, pero su risa era inconfundible. Era una risa aguda que sonaba aterradora a mis oídos. Entonces en el gran salón, donde hasta el momento sólo estábamos nosotros, se abrió una puerta de dos hojas de madera tallada y un desfile interminable de lobos y cuervos comenzaron a ocupar cada recoveco del lugar. Algunos se sentaban sobre la mesa, otros en las sillas alrededor de mí y estaban los que permanecían de pie simulando un baile de vals improvisado. Una vez consumidos los manjares del banquete, los invitados comenzaron a devorarme. Los lobos y los cuervos me iban desgarrando y despedazando la carne, mientras yo permanecía inmóvil observando desesperadamente pero sin resistencia mi propia consumición. El extraño tampoco parecía inmutarse. Poco a poco, el hombre de las zapatillas desprolijas se convertía en uno más, en un lobo mitad cuervo, y mientras me roía el corazón... 

-Saliiiiiiiiiiiiiiiiiii, desperté gritando bañada en sudor. 

-Boluda, ¿qué te pasa? 
Todavía no podía despegar los ojos cuando recordé que la noche anterior me había quedado a dormir en la casa de Adri. 
-Nada, nada, tuve una pesadilla. ¿Qué hora es?
-Mmm... a ver- dijo mientras se estiraba para encender el velador. Las 5. ¿Qué soñaste?
-Mañana te cuento.


A la mañana no recordaba ni la mitad de los detalles de la pesadilla, pero todavía tenía una extraña sensación en el cuerpo. Hacía años que no soñaba algo tan espantoso y con tanta claridad. La mala costumbre de analizar mis propios sueños me llevó a la conclusión de que lo que me estaba devorando era la culpa. Cuando se lo dije a Adri en medio del desayuno, no pudo parar de reírse y me sugirió que no se lo dijera a nadie porque me iban a tratar de loca. Esa misma noche, antes de ir al recital, le conté a Walter que había conocido a un extraño en el tren. 

No hay comentarios: