Hola. Hola, Wally. ¿Qué pasó, bicho? ¿No vas al recital? Sí, sí, estoy en un teléfono público, quería escuchar tu voz un rato. Bueno, ¿pasó algo? ¿todo bien en el laburo? Todo igual por ahora, con un par de libros que voy a tener que ver este fin de semana, pero tranqui... ¿Vos, amor? Nada, sigo pensando lo del viaje. Ah, está bien. Sabés que me olvidé de contarte que el otro día me crucé a un hombre en el tren que me dio charla todo el viaje, macanudo... ¿Cuándo? Ayer, no, no, ayer me quedé de Adri, antes de ayer... Muy amable, me alcanzó el libro que se me había caído... es un desastre viajar así, vos sí que no te podés quejar. Tenés todo cerca, menos a mí. ¿Cuántas monedas pusiste? ¿Qué? En el teléfono... ¿Y eso a qué viene, Walter? ¿ Te molesta que te haya llamado otra vez? Porque parece que me querés cortar... No, te preguntaba nada más... Bueno, igual ya se está por cortar. Avisale a Lolo que no voy porque estoy acá. Sí, ya sabe, ya te conoce. Hablamos mañana. ¡Dale! Te amo. Hasta mañana. Hasta mañana. Que descanses.
A Walter pareció no importarle que había hablado con un extraño en el tren y si antes me sentía culpable, ahora la situación era más angustiante, porque evidentemente lo había llamado para decirle la verdad y terminé manipulando hábilmente la información ayudada por su falta absoluta de interés en el hombre macanudo, cuando lejos estaba ese rasgo de ser el quid de la cuestión. Todavía no entiendo si siempre tuvimos un problema de comunicación o el tiempo acrecentó nuestra intolerancia, pero había algo que cada vez se presentaba ante mis ojos con más claridad: ya no lo amaba o al menos comenzaba a odiar su confianza ciega en mí, su falta de sangre. Nunca me gustaron las personas frías, demasiado seguras de sí y ajenas a los celos. Con el tiempo, fui descubriendo que Walter encajaba de pies a cabeza en esa lista interminable de gente incomprensible e indeseable para mí.