Tuve que decirlo, y tras el estampido de su mano contra la pared, no quedaba más opción que retirarme dignamente. El portazo fue lo suficientemente tenue como para sostener todo lo que en mi boca había sonado a resignación. En un abrir y cerrar de ojos, cinco años de silencios se convertían en un grito gélido. Cada mañana cuando se iba a trabajar, me había ocupado de invertir la estrategia de los primeros días. Poco a poco, fui cediendo terreno, lo último fue el cepillo de dientes, siempre tuve una obsesión con la higiene bucal, que quedó dentro del vasito agarrado a la pared hasta aquel sublime instante. Una y mil veces había imaginado cómo sería ese momento… su mirada, sus gestos y hasta sus reacciones encontradas por detenerme y dejarme escapar preso de un orgullo recalcitrante. Pero no hizo nada más que ese golpe seco en la pared. El portarretratos con nuestra foto, esa que hablaba de un recuerdo que ninguno de los dos había atesorado, cayó al suelo, pero a diferencia de lo que ameritaba la escena casi de película, quedó intacto, ni un rasguño. No volví a verlo. Esa desaparición abrupta despertó en mí una extraña curiosidad. Quizás la literalidad de mis palabras no había sido tal o quizás su real ausencia entendía menos de orgullo y más de desamor. Así pasaron años, cuerpos, besos, traiciones, y con el tiempo me convencí de que sólo una vez, aquella vez, había amado. Había algo de amor en el silencio y la resignación que sólo pude entender a la distancia.
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