martes, 26 de julio de 2011

Evita


      Recuerdo el día que le llevé aquel regalo como si fuera ayer. Mi vecino siempre fue un hombre especial, de unos setenta y pico de años, con el pelo blanco desde los cincuenta y una postura envidiable. Caminaba con la seguridad de quien sabe a dónde se dirige en cada paso, pero la seriedad de sus formas nunca logró esconder la calidez de su mirada. Aunque jamás se lo dije, él sentía ser el abuelo que siempre quise tener. Se fue sin haberme enseñado la gran biblioteca que escondía en el cuartito del patio de su casa, donde se encerraba a leer y hacer correcciones de libros de historia publicados por editoriales que se dejan llevar por el nombre del autor más que por sus letras. Pero me dejó sus palabras y su admiración por el peronismo.
     Aquel presente reflejaba lo hondo que habían calado cada una de las conversaciones que habíamos mantenido mientras jugaba a la periodista intrépida interrumpiendo la cotidianidad vecinal para investigar un pasado de años no vividos. Tomó el paquete sin esperar nada que pudiera sorprenderlo. Yo estaba entusiasmada, sabía que jamás imaginaría que en una feria hippie le había comprado ese detalle. Quería seguir escuchando sus historias, cada uno de sus recuerdos, y sabía que aquel regalo sería el disparador de cientos de momentos y referencias bibliográficas apasionantes.
-Rompa el papel, Raúl, dicen que da buena suerte- comenté ansiosa esperando su     aprobación. 
-¡Una taza de Evita!- masculló, y un velo de agua cubrió inmediatamente su mirada.
-Quería traerle una de Perón también, pero no había- dije al pasar para romper el silencio.
       Nunca llegó a abrazarme, me dio una suave palmada en el hombre y sonrió por primera vez mientras disimulaba esa lágrima que se escapaba por su mejilla.

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