Mi barrio tiene algo especial, siempre lo supe. Por las mañanas me despierta un concierto gratuito de pájaros que juegan en el árbol que está junto a mi ventana. Los domingos pasa el churrero, eso sí, sólo cuando tiene ganas de trabajar, lo que suele ser una vez al mes. También el diariero, quien después de 13 años, todavía no entiende que arrojar el periódico cual lanzador de jabalina equivale a un 0% de probabilidades de que llegue a destino en condiciones. Otro personaje trascendente es el comprador de cualquier cosa, quien pretende adquirir sillas, lavarropas, cocinas, heladeras y mesas vociferando un reiterativo “COMPRO TODO” con su odioso megáfono que despierta a todos los vecinos por las mañanas. Tampoco falta el sodero que se atreve a saludar con un beso hasta al rottweiler del vecino con tal de encajarle un bidón de agua. De todos, mi preferido es el cartero. Siempre me llamó la atención esa vocación, y digo vocación porque no cualquiera puede desempeñar tamaña responsabilidad. Hay que ser dueño de una gran discreción para no tentarse con la correspondencia ajena. Debo confesarlo, yo no podría ejercer tal tarea con el debido profesionalismo.
Así es vivir en un barrio peronista, y eso me encanta. El tiempo se detuvo en algún momento, un mundo aparte, diferente a todos los demás barrios que conozco, donde el promedio de edad de los vecinos es de 65 años y eso de encontrar el amor a la vuelta de la esquina es una utopía. Y lo mejor son los días soleados, le sientan a la perfección. Sobre todo ahora que arreglaron la placita de los 420; y que viene la primavera y abre la heladería en la que los sabores más exóticos y alocados son: el dulce de leche con nuez, el chocolate blanco y la crema rusa, tres de mis diez preferidos. En cambio, los días de lluvia se ve triste, pero conserva ese algo especial, cierta melancolía. Los vecinos se refugian en sus casas con techos de tejas coloradas; y únicamente salen para ir al supermercado chino o al coreano, donde se disputan precios y calidades, aunque ya todos sabemos quién es quién. La librería es otro de los lugares con historia, al menos para mí, ya que ahí resulté ganadora de un sorteo por primera y última vez hasta hoy. Fue en 1998 y todavía tengo la plasticola de 200 mililitros que integraba el kit de útiles escolares. El gimnasio es el local más reciente -se instaló hace cinco años-, y tres clases de aeróbica me bastaron para reconocer que en plena juventud tengo menos estado físico que una señora con cuatro hijos que ya es abuela.
Sin dudas, lo más perverso y repudiable de mi barrio se oculta en la esquina de Vernet y Siciliano, a sólo dos cuadras y media de mi casa, justo en la esquina donde para el 541, colectivo que atesora mis primeros viajes sola, a los 13 años, el pasaje de la libertad como abstracción a la libertad plácida y palpable: uno de los momentos más transcendentes en la vida de un ser humano. En esa misma esquina todavía quedan restos del horror, y lo peor es que aún mucha gente no sabe qué es, qué pasó, qué hicieron. Cada vez que paso por ahí siento un escalofrío en todo el cuerpo, una mezcla de angustia e incertidumbre que alimenta mis ganas de cambiar el presente.