Salgo de Tacuarí al 1800,
camino una cuadra y media, giro a la izquierda, sigo mi camino. Cruzo bajo el
puente a paso ligero porque se me hace tarde, siempre es tarde para mí,
mientras la voz de Ciro me susurra al oído calles de luna, gente sin fortuna
y sin amor. Con una SUBE prestada, pago mi boleto a Banfield. Mi falta de uñas
hace que agarrar la tarjeta sea una odisea y siento la mirada lasciva del
usuario que espera detrás para volver a su casa. Miro el boleto, siempre miro
el boleto para saber qué hora es. Entonces achino los ojos, corroboro que tengo
los lentes puestos con mi mano izquierda y los achino un poco más, mientras
pienso que de un año a esta parte es factible que mi vista haya empeorado. Empiezo
a retorcer el boleto y la aspereza del papel me produce una sensación desagradable
en los dedos hasta que de tanto enrollarlo, como si estuviera armando un
cigarrillo, empieza a deshacerse. Y Ciro sigue susurrando mientras mil caras enajenadas vienen hacia mí tras un apretujado viaje. Cinco, cuatro,
tres. Giro a la izquierda sosteniendo con mayor fuerza la cartera aferrada a mi
brazo derecho y mientras camino esquivando obstáculos por el extenso pasillo con
olor a hamburguesa y transpiración pienso cuál será el determinante para elegir
a qué vagón subir. Un hombre vestido de azul se apoya en el respaldo del
asiento junto a la primera puerta, donde parece no caber un alfiler. En la siguiente,
dos
jóvenes se abrazan acaloradamente, así que prefiero no interrumpir la
escena. Tres, cuatro, cinco, seis, siete puertas, me resigno a viajar de pie. Ocho… veo
un poco de espacio, permiso, permiso, gracias. Bastan cinco minutos para que el
tren se ponga en marcha y las turbinas empiecen a girar, aliviando el tufo
característico que invade el Roca de pe a pa. Entonces me imagino qué agradable
sería colocar 400 rociadores con olor a jazmín y pienso que la gente sería
mucho más feliz viajando en tren si tuvieran, como yo, a Ciro susurrándoles en
el oído… Tooodo pasaaa. Abro los ojos y siento que alguien me observa a lo
lejos, entonces volteo la cara hacia la izquierda rápidamente y un joven no
tarda en bajar la mirada. Me pregunto qué estaría pensado, quizás también
estaba imaginando 400 rociadores con olor a jazmín, pero no tiene auriculares. Por
la ventana veo cada día un paisaje distinto. Un chico con una remera blanca
monta a caballo en una escuela de equitación a la altura de Avellaneda; en Gerli recuerdo el día que el tren se quedó y seguí al rebaño para saber cómo volver a casa; en Lanús un mensaje de texto dispersa mi atención; los
estudiantes caminan en el pasaje lindero a las vías en Escalada y entonces se
despierta esa ansiedad nerviosa por llegar a destino. Pienso la estrategia
acorde para salir entre el tumulto de gente, mientras una mujer me roza la mano
para agarrarse del asiento y no perder totalmente el equilibrio. ¿Bajás? Sí.
Permiso, permiso, gracias. De costado esquivo a la señora que empuja a su hijo
para que suba al tren antes de que bajen los que tienen que bajar y me pregunto
qué tan difícil puede ser la lógica de que si no bajamos nadie puede subir. Y
entonces una fuerza inexplicable me deja parada en medio de la estación, me veo
en una encrucijada, no sé si subir por las escaleras o ir al bajo nivel. Un
hombre me choca el hombro y sin mirarme se disculpa. Decido ir por las
escaleras, por donde va el desconocido. Uno, dos, tres, cuatro… miro las vías
desde el puente peatonal y sonrío ante el encanto de lo cotidiano. Camino por
Alem, voy mirando las casas y pateo la alfombra de hojas secas que embellece la
vereda. ¿Quién puede ser infeliz rodeado de tanta vida? Y Ciro se resiste,
ahora más que antes, y me grita al oído esquina Libertad, envido y truco del tiempo, a usted le
toca jugar, no haga parda, y corte el viento.