viernes, 17 de mayo de 2013

Encanto cotidiano


Salgo de Tacuarí al 1800, camino una cuadra y media, giro a la izquierda, sigo mi camino. Cruzo bajo el puente a paso ligero porque se me hace tarde, siempre es tarde para mí, mientras la voz de Ciro me susurra al oído calles de luna, gente sin fortuna y sin amor. Con una SUBE prestada, pago mi boleto a Banfield. Mi falta de uñas hace que agarrar la tarjeta sea una odisea y siento la mirada lasciva del usuario que espera detrás para volver a su casa. Miro el boleto, siempre miro el boleto para saber qué hora es. Entonces achino los ojos, corroboro que tengo los lentes puestos con mi mano izquierda y los achino un poco más, mientras pienso que de un año a esta parte es factible que mi vista haya empeorado. Empiezo a retorcer el boleto y la aspereza del papel me produce una sensación desagradable en los dedos hasta que de tanto enrollarlo, como si estuviera armando un cigarrillo, empieza a deshacerse. Y Ciro sigue susurrando mientras mil caras enajenadas vienen hacia mí tras un apretujado viaje. Cinco, cuatro, tres. Giro a la izquierda sosteniendo con mayor fuerza la cartera aferrada a mi brazo derecho y mientras camino esquivando obstáculos por el extenso pasillo con olor a hamburguesa y transpiración pienso cuál será el determinante para elegir a qué vagón subir. Un hombre vestido de azul se apoya en el respaldo del asiento junto a la primera puerta, donde parece no caber un alfiler. En la siguiente,  dos  jóvenes se abrazan acaloradamente, así que prefiero no interrumpir la escena. Tres, cuatro, cinco, seis, siete puertas, me resigno a viajar de pie. Ocho… veo un poco de espacio, permiso, permiso, gracias. Bastan cinco minutos para que el tren se ponga en marcha y las turbinas empiecen a girar, aliviando el tufo característico que invade el Roca de pe a pa. Entonces me imagino qué agradable sería colocar 400 rociadores con olor a jazmín y pienso que la gente sería mucho más feliz viajando en tren si tuvieran, como yo, a Ciro susurrándoles en el oído… Tooodo pasaaa. Abro los ojos y siento que alguien me observa a lo lejos, entonces volteo la cara hacia la izquierda rápidamente y un joven no tarda en bajar la mirada. Me pregunto qué estaría pensado, quizás también estaba imaginando 400 rociadores con olor a jazmín, pero no tiene auriculares. Por la ventana veo cada día un paisaje distinto. Un chico con una remera blanca monta a caballo en una escuela de equitación a la altura de Avellaneda; en Gerli recuerdo  el día que el tren se quedó y seguí al rebaño para saber cómo volver a casa; en Lanús un mensaje de texto dispersa mi atención; los estudiantes caminan en el pasaje lindero a las vías en Escalada y entonces se despierta esa ansiedad nerviosa por llegar a destino. Pienso la estrategia acorde para salir entre el tumulto de gente, mientras una mujer me roza la mano para agarrarse del asiento y no perder totalmente el equilibrio. ¿Bajás? Sí. Permiso, permiso, gracias. De costado esquivo a la señora que empuja a su hijo para que suba al tren antes de que bajen los que tienen que bajar y me pregunto qué tan difícil puede ser la lógica de que si no bajamos nadie puede subir. Y entonces una fuerza inexplicable me deja parada en medio de la estación, me veo en una encrucijada, no sé si subir por las escaleras o ir al bajo nivel. Un hombre me choca el hombro y sin mirarme se disculpa. Decido ir por las escaleras, por donde va el desconocido. Uno, dos, tres, cuatro… miro las vías desde el puente peatonal y sonrío ante el encanto de lo cotidiano. Camino por Alem, voy mirando las casas y pateo la alfombra de hojas secas que embellece la vereda. ¿Quién puede ser infeliz rodeado de tanta vida? Y Ciro se resiste, ahora más que antes, y me grita al oído esquina Libertad, envido y truco del tiempo, a usted le toca jugar, no haga parda, y corte el viento.